Lo que hacía de ella una mujer atractiva era que tenía una risa a prueba de balas, un beso en la punta de la lengua y los bolsillos llenos de caricias, que repartía entre nosotros a dos manos.
Lo que hacía de ella una mujer atractiva era la marea creciente de su conversación y la arrogante disposición de sus huesos, siempre en pugna con su piel: esqueleto prodigioso, Santa Patrona de los Traumatólogos.
Lo que hacía de ella una mujer atractiva era su bendito peligro sin advertencias: epicentro y réplica de mi terremoto, curva de montaña sin señalizar. Su corazón era un paso a nivel sin barreras.
Lo que hacía de ella una mujer atractiva era que tenía una locomotora a punto de descarrilar en los ojos y un mar sereno en las manos. Que bailaba al caminar y, al soñar, dormía.
Pero lo más importante, lo que por encima de cualquier otra cosa hacía de ella una mujer atractiva, era que guardaba un extraordinario parecido consigo misma.
F. de Aranoa
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